Ni hubo necesidad de sablear a los vecinos, viene Charlie y me dice que varias señoras van ya para Revolución con algunos víveres, «esa tuvo que comprar la banca para su hija, porque en la escuela no tienen ni donde sentarse», dice la señora de las tortillas mientras pasan de largo las señitos con sus cajas.
«Imagínate, si eso es aquí». Iztapalapa y sus mil rostros, me empieza a gustar esta pinche delegación, neta.
Dos horas después, ya contenta de estar estirando las piernas después de tanto metro.
En la plaza de la República me siento laarga y extraña: los maestros se organizan, platican, se recuestan, reciben lo que la chilangada viene a dejar: plásticos pal’agua, sendos melones; todas las maestras pequeñitas, menudas, así también sus manitas prietas, como las de mi amá, afanosas, trabajadas, «de india», diría la soberbia oxigenada, deshonrando el hecho de tener boca; se les ve cansados, entre efóricos y adormecidos. El rostro duro, la maestra, como de 25 años, que me llega a la altura del pecho, me dice que ayer perdió el hule y su tienda: o sea todo.
Me llama señora, y siento ganas de abrazarla, veo desde mi estatura chilanga de leche conasupo su cabecita perlada de lluvia defequeña. Este país cada vez duele más, pero no la abrazo, no sé por qué, o sí sé, por miedo. Al fin y al cabo soy de acá.
Osa